lunes, 7 de febrero de 2011

HISTORIAS DE RUANA Y AZADON.

Agricultores que no quieren ser devorados por la ciudad.!!!

Desde la trocha que baja hacia la carretera pavimentada, más allá de los surcos de papa recién sembrados, Yaneth Guerrero, una campesina de raíces boyacenses, señala los techos de eternit y las paredes de ladrillo desnudo de los barrios que se levantan sobre los barrancos del suroriente de Bogotá.
La ciudad se nos viene encima, dice Yaneth, quien a pesar de la lluvia leve que le empapa un pañolón, camina hasta un potrero cercano a separar un ternero de la ubres de la vaca.
Antes de salir, revisó las jaulas de los conejos, ubicadas detrás de la casa, y les echó una mirada a las gallinas que picoteaban entre los charcos.
Desde la carretera cercana llega el rugido del motor de algún bus urbano que gira en U frente a la entrada de la vereda, donde está ubicado el último paradero de esta parte de la ciudad.
El lugar se llama Agroparque Los Soches y está en el costado izquierdo de la vía que va para Villavicencio, un kilómetro antes del túnel.
Las 436 almas que habitan allí hacen parte de los últimos campesinos que sobreviven a la expansión caótica y desenfrenada en el sur de Bogotá.
Lo han logrado gracias a que mantienen una lucha desde hace 14 años. Esta resistencia tiene como objetivo la conservación de sus formas tradicionales de producción y las costumbres que heredaron de sus bisabuelos y tatarabuelos que llegaron de Nuevo Colón, Boyacá, hace más de cien años.
Belisario Villalba, un campesino delgado y escueto, es el líder de este proceso. Sentado en el centro de un salón estrecho al que llaman el aula ambiental, Villalba cuenta que la lucha comenzó hacia 1993.
En esa época, urbanizadores de Bogotá llegaron a comprar las tierras en las que los campesinos cultivaban haba, papa y arveja. La administración de la ciudad había definido ese sector como zona de futura expansión urbana y los que tenían esa información presagiaban un negocio gordo.
La mayoría de los habitantes de El Uval y de otras veredas cercanas vendieron sus tierras por fanegadas y compraron casas en otros barrios del sur.
En la vereda Los Soches solo vendieron dos personas. Las otras 106 familias se reunieron a analizar lo que se les venía encima y decidieron que lo mejor era mantenerse como campesinos.
La gente decía: Con la plata que nos den por las tierras podemos comprar una casa en un barrio, pero ¿en qué vamos a trabajar?, cuenta Belisario.
Entonces, algunos de ellos guardaron las palas y bajaron al centro de la ciudad. Hablaron con concejales, con Planeación, con el IDU y en 1996 lograron que el Concejo sesionara en su vereda y escuchara las inquietudes de los campesinos y sus peticiones de seguir siendo una zona rural.
Algunos concejales les ofrecieron apoyar la iniciativa, a cambio de que los campesinos presentaran un proyecto de vida que también beneficiara en algo a la ciudad. Así nació el Agroparque Los Soches.
Como ya eran duchos en moverse entre las entidades del Estado, un funcionario del antiguo Dama los ayudó para que fuera a conocer el parque nacional de Iguaque y algunas experiencias campesinas en zonas rurales de Chiquinquirá y Villa de Leyva.
De allá trajeron la idea de construir dos senderos ecológicos: La Toscana y el Manantial. El primero cruza por colchones de musgo, un bosque de niebla y nacimientos de agua. El segundo enseña las fases de la producción agrícola y visita la quebrada Yomasa y la cuchilla del Gavilán.
Cada recorrido demora unas cuatro horas y cuesta cuatro mil pesos por persona. Los guías son campesinos jóvenes que han sido entrenados en primeros auxilios. Todos ellos pertenecen a la Corporación Eclipse y al grupo Futuro Hoy.
Estas organizaciones reúnen a más de 30 niños y jóvenes que realizan eventos culturales y promueven en la comunidad la idea de mantener sus raíces campesinas y de que sus montañas producen agua y oxígeno para sus vecinos urbanos.
Los muchachos son los más propensos a adquirir otros hábitos debido a que estudian en colegios de barrios vecinos. Ya no llevan ruana al colegio porque les da oso, dice Guillermo Villalba, líder juvenil campesino. Su esposa, Mariela, afirma que algunos usan aritos (piercing) pero de todos modos les toca sembrar papa.
Mariela, Yaneth y otras veinte mujeres también se organizaron en un comité.
El Distrito les ayudó para que se capacitaran en la preparación de mermeladas, ensaladas, sancocho de gallina y mondongo para venderles a los caminantes que llegan los fines de semana en grupo de a quince.
Desde el 2005, dicen los campesinos, han arribado unos 5.000 turistas, buena parte de ellos extranjeros.
Belisario Villalba afirma que aunque siguen siendo campesinos, aprovechan las ventajas de estar en la oreja de la gran ciudad. Se levantan a las cinco de la mañana a ordeñas las vacas, como sus abuelos, pero casi todos tienen teléfono celular, televisor y compran en los supermercados de los barrios.
También usan computador e Internet y la mayoría tiene una cacerola que, por lo general, es un automóvil de los años 70 en el que se van de paseo dominical a Usme o a Chipaque.
Yaneth Guerrero dice que por ahora siente que sus hijos están a salvo de que los devore la gran ciudad. Se queda pensativa unos segundos y agrega que la incertidumbre aparece cuando se trepan a la cuchilla del Gavilán. Desde allá se ven, al otro lado y aún distantes, los ranchos de madera de El Uval, una vereda vecina que ya sucumbió ante el avance incontenible de la urbe más grande del país. .
436 son los habitantes de la veredad Los Soches que luchan por conservar sus tierras y tradiciones

Publicación el tiempo.com
Sección Bogotá Autor :JOSÉ NAVIA;EDITOR DE REPORTAJES DE EL TIEMPO